Hola soy yo Ismael hoy os traigo un libro que lo recomiendo muchisimo espero que os guste (:
CHARLES DICKENS
CUENTO DE
NAVIDAD
PREFACIO
Con este fantasmal librito he procurado despertar al esp-ritu de una idea sin que provocara
en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmi-go.
Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.
Su fiel amigo y servidor,
Diciembre de 1843
CHARLES DICKENS
PRIMERA ESTROFA
EL FANTASMA DE MARLEY
Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la me-nor duda al respecto. El clérigo, el
funcionario, el propieta-rio de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta
de su enterramiento. También Scrooge [L1] había fir-mado, y la firma de Scrooge, de
reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apa-
reciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo
de una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd [L2]
como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen
juicio de nuestros ances-tros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por con-
siguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley es-taba tan muerto como el clavo
de una puerta.
¿Sabía Scrooge que estaba muerto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él
habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamenta-rio,
su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y
el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el
luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del
funeral, que fue solemni-zado por él a precio de ganga.
La mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe
duda de que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de otro
modo no habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos
completamente convencidos de que el padre de Hamlet ya había fallecido antes de levantar-
se el telón, no habría nada notable en sus paseos nocturnos por las murallas de su
propiedad, con viento del Este, como para causar asombro en sentido literal en la
mente en-fermiza de su hijo; sería como si cualquier otro caballero de mediana edad saliese
irreflexivamente tras la caída de la no-che a un lugar oreado, por ejemplo, el camposanto de
Saint Paul.
Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años des-pués, allí seguía sobre la
entrada del almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por «Scrooge y
Mar-ley». Algunas personas, nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge,
«Scrooge», y otras, «Marley», pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.
¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba,
tergiversaba, usurpaba, rebana-ba, apresaba! Duro y agudo como un pedernal al que nin-
gún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario
como una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afi-laba
su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba ri-gidez a su porte; había enrojecido sus
ojos, azulado sus fi-nos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante.
Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su
gélida temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más calu-rosos
del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado.
Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Nin-guna fuente de calor podría
calenta.rle, ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortante que cualquier viento, más
pertinaz que cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las
inclemencias del tiempo no po-dían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y ne-
viscas podrían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se desprendían»
con generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía.
Jamás le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge,
¿cómo está usted? ¿Cuán-do vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna;
ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado por una
dirección ni una sola vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; al
verle acercarse, arrastraban precipitadamente a sus due-ños hasta los portales y los patios, y
después daban el rabo, como diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo
ciego!»
Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era precisamente lo que le gustaba. Para él era una
«gozada» abrirse cami-no entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo
sentimiento de simpatía humana que guardase las distancias.
Érase una vez concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el día de
Nochebuena en que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su despacho. El
tiempo era frío, desapacible y cortante; además, con nie-bla. Se podía oír el ruido de la
gente en el patio de fuera, caminando de un lado a otro con jadeos, palmeándose el pe-cho y
pateando el suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres,
pero ya casi había oscurecido; no había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las
ventanas de las oficinas cercanas como manchas roji-zas en la espesa atmósfera parda. Bajó
la niebla y fluyó por todas las junturas, resquicios, ojos de cerradura, y en el ex-terior era
tan densa que, aunque el patio era de los más es-trechos, las casas de enfrente no eran más
que sombras. Al ver como caía desmayadamente la sucia nube oscureciendo todo, se
hubiera pensado que la Naturaleza vivía cerca y es-taba elaborando cerveza en gran escala.
La puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de modo que pudiera atisbar a su
empleado que estaba copian-do cartas en una deprimente y pequeña celda, una especie de
cisterna. Scrooge tenía un fuego muy escaso, pero la lum-bre del empleado era todavía
mucho más pequeña: parecía un solo tizón. Pero no podía recargar la estufa porque Scrooge
guardaba el carbón en su propio cuarto, y seguro que si el empleado entraba con la pala su
jefe anticiparía que tenían que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se arropó con
su bufanda blanca a intentó calentarse con la vela; no era hombre de gran imaginación y
fracasaron sus esfuerzos.
«¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo guarde!», exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino
de Scrooge, que apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a darse cuenta de que
venía.
«¡Bah! dijo Scrooge . ¡Tonterías!»
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